Los días siguientes pasaron muy rápidamente. Levantarse, ir a la escuela, atender en clase, discutir en el recreo con la pandilla del Gordo, todo era igual que de costumbre, excepto por una cosa: las prácticas del equipo.
La conversación con su padre había dado resultado, sobre todo la parte acerca de lo que ocurriría si no jugaba ni hacía dos goles.
Su padre, preocupado y divertido al mismo tiempo, por la insólita apuesta había sacudido la cabeza.
—Pero, Mayte, no entiendo ¿cómo vas a apostar una cosa así? Entonces de verdad es muy importante para ti a menos que el Gordo te guste.
—¿Estás loco? ¡Es horriiiiible! —había contestado ella poniendo cara de asco.
Eso había terminado por convencer a su padre del todo: no sólo la dejaría jugar, sino que él mismo le enseñaría algunas cosas.
Mayte estaba tan contenta que casi no pudo esperar al día siguiente para contarle a Salva y Javier en la escuela.
—¿En serio te va a enseñar? —Salva no podía creerlo.
—¿Y sabe algo? Tu padre tiene pinta de que nunca ha pateado un balón —había dicho Javier.
Pero su padre, que tenía que trabajar, sólo podría ir a la última práctica que ya había quedado fijada para el sábado. Todavía faltaba un día entero para eso.
Ahora, cuando ya era viernes y el cielo estaba despejado otra vez, Mayte hacía unos dibujos en una hoja de papel y ponía cara de estar escuchando lo que decía la maestra.
Era una clase acerca del espacio, los planetas y todas esas cosas, pero a Mayte, pese a que seguía poniendo su cara de mucha atención, el motivo de la clase le servía para imaginarse muchas cosas.
La tormenta, aquella batalla de luces, nubes y sonidos, todavía se le aparecía en la mente. Y, claro, también recordaba la bonita luna de los días anteriores.
Todo eso, sumado a lo que decía la maestra, se le mezclaba en los pensamientos y ahora ella se imaginaba que era una astronauta.
Lejos, muy lejos de la escuela y del mismísimo planeta Tierra, Mayte flotaba en el espacio.
Estaba dentro de un ridículo traje plateado, flotando alrededor de una extraña nave con forma de cigarro.
Más allá, millones y millones de puntos de luz comenzaban a cambiar de lugar hasta que terminaban por dibujar una cancha de futbol.
Mayte y otros astronautas que salían de la nave se dejaban ir y caían suavemente hacia esa cancha en la que ya se encontraban los rivales.
El Gordo Enemigo, mucho más grande dentro de su traje color naranja, tropezaba y caía tan despacio que parecía que nunca llegaría al piso. Después rebotaba, ¡boing! y volvía a quedar frente al balón.
Mayte, masticando una tableta de chocolate espacial, se esa cancha en la que ya colocaba también en su posición y cuando sonaba un potente trueno, el Gordo pateaba la pelota.
Mayte corría por la nada y con su pie derecho lograba detenerla, pero cuando lo iba a patear notaba que no era un balón común, sino algo redondo y blanco, muy blanco, que tenía raros agujeros y abolladuras.
—¡Un momento! —dijo—. No podemos seguir jugando.
Todos trataban de frenar de golpe, pero caían lentamente sobre la cancha y rebotaban hasta quedar de pie otra vez.
—¿Por qué no? —preguntaba el Gordo apoyándose en Saturno.
—Porque no puedo patear la luna —contestaba Mayte.
—¿Ah, no? ¿Y qué tiene de malo? —decían todos los niños.
—Sí —intervenía Javier—. La luna es redonda, ¿no?
—Pero esta luna, es la luna de mi mamá —protestaba Mayte recordando la sonrisa con que su madre la había mirado.
—¡Mentira! —decían todos—. ¡La luna no es de nadie!
Mayte, enojada, le daba entonces a la luna una patada muy fuerte y todos corrían intentando alcanzarla.
Pero la patada, con esas botas metálicas que se usan en el espacio, la había ponchado y ahora la luna, echando chorros de aire, fssss, fssss, se alejaba hacia arriba, hacia abajo, volando igual que un pájaro ciego, hasta quedar tirada allí, sobre una línea de estrellas, totalmente desinflada.
—Saturno... —había dicho la maestra que, por supuesto, continuaba su clase en el muy terrestre salón.
Mayte, de regreso a la realidad, sintió un poco de temor ¿Qué pasaría si esa noche miraba el cielo y descubría una luna deformada y sin aire?
¿Le echarían la culpa a ella?
Anotó la palabra Satumo en su cuaderno y pensó que no tendría problemas: en el espacio no había viejas entrometidas para delatarla.
La clase terminó y todos ordenaron sus cosas esperando que sonara el timbre de salida.
Cuando eso ocurrió, tuvieron que salir al patio y formarse en fila.
Mayte, aunque no era alta, se había distraído al ver pasar un avión y había quedado en la fila justo al lado de la clase del Gordo y, por supuesto, también al lado de su enemigo Número Uno.
—Ya falta poco —dijo el Gordo sonriendo y le pasó un papelito doblado.
—Si le cuentas a alguien, te reviento —agregó el Gordo poniéndose colorado como si sintiera mucha vergüenza, mientras algunas gotas de sudor le caían por la frente.
Era la primera vez que Mayte lo veía sonreír o ponerse colorado y le parecía estar viendo a otra persona.
Tuvo que mirarlo de nuevo para estar segura: sí, era la misma cara redonda, las mismas pecas y el pelo castaño cayéndole sobre la frente.
Todo era igual, excepto la sonrisa.
¿Por qué le sonreía así?
¿Por qué le daría vergüenza?
¿Qué diría el papel?
Mayte estaba segura de que el Gordo tramaba algo, pero guardó el papel en su bolsillo y esperó hasta salir a la calle para leerlo.
¡No podía creerlo!
¡El señor Gordo Enemigo en persona le había escrito algo que parecía un poema!
Mayte lo leyó una y otra vez. No entendía mucho de poemas, porque los que les hacían leer en la escuela eran aburridísimos y, además, el redondo poeta había usado palabras como "cavelios", y "zonrisa".
—¡Qué animal! —exclamó Mayte al leer una parte que hablaba de "tus vellos hojos".
Pero muy en el fondo, sintió algo raro, cosquillas o aquella cosa corriéndole otra vez por el estómago.
Sin duda la culpa de todo la tenía la primavera y la luna de su madre que hoy, sin querer, había desinflado en el espacio.
También sucedía que nunca antes le habían escrito un poema.
A lo mejor era eso, o todas esas cosas juntas y, además, el cambio que había tenido su padre.
Llegó a su casa y entró corriendo. Tiró sus cosas encima de la mesa y siguió de largo, frenando sólo para darle a su madre un beso. Se metió en su cuarto y cerró la puerta.
Tomó el poema otra vez y lo volvió a leer pensando que el domingo todo ese asunto quedaría resuelto.
Claro que primero tendría que aprender algunas jugadas y para eso contaba con su padre en la gran práctica del sábado.
Guardó el poema en un cajón y miró alrededor repasando las fotos de todos esos jugadores y los galanes del cine.
—¡El Gordo poeta! —pensó Mayte riendo, pero no tanto.
Después se puso a pensar qué sucedería si no lograba hacer los dos goles de la apuesta.
2 comentarios:
la parte 12 del libro pateando lunas de roi berocay esta linda y dibertida porque a casi todos les pasa lo mismo que a maite y al gordo pero no nos animamos a desirlo lo digo por experiensia propia
de alexandra mikaekla prieto aranda de 6ºc de la escuela Nº228
24 de 06 e 2013
suares canelones
la parte 12 del libro pateando lunas de roi berocay esta linda y dibertida porque a casi todos les pasa lo mismo que a maite y al gordo pero no nos animamos a desirlo lo digo por experiensia propia
de alexandra mikaekla prieto aranda de 6ºc de la escuela Nº228
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